Agradezco la invitación del P. Inspector a intervenir en este momento en el que celebramos la pascua, el paso, de nuestro querido maestro y amigo Juan Bottasso a la vida en plenitud. Con no pocos de los aquí presentes hemos compartido con él momentos de cálida y larga amistad así como otros de encendidos debates algunos de los cuales dieron lugar a no pocas iniciativas que le sobrevivirán en el tiempo, sin duda alguna, como la editorial, el Museo, la Carrera de Antropología, la Universidad… y me pregunto ahora cuál era el secreto de su vitalidad y vigencia. Para esta rememoración no desplegaré una crónica; tampoco quiero contribuir a forjar una imagen canónica de Juan pues una personalidad tan rica como la suya es difícil de encasillar. Más bien identificaré aquellas actitudes vividas a lo largo de compartir juntos tantas actividades. Considero que recordar algunas de sus actitudes es relevante para nosotros, hoy, y entraña retos y desafíos pendientes.
Juan poseía una ilimitada capacidad para concretar proyectos basado en la confianza ilimitada en las personas, en aquellas que estaban real y efectivamente a su alrededor en el momento justo y el lugar adecuado (Juan no se preguntaba por las personas “que deberían estar” según la lógica del deber ser) y asumía siempre que esas personas concretas– las que realmente estaban allí – serían las indicadas. A la larga lograba que lo fueran debido a su habilidad para formar, guiar y delegar tareas cada vez más complejas hasta empoderarlas… recuerdo que mi primera tarea en Abya Yala, cuando todavía no era tal, fue dibujar los mapas del libro de historia shuar Pueblo de Fuertes, del P. Aij’ Germani… los trazos de esos mapas me introdujeron en la trayectoria de ese pueblo, porque a partir de allí sentí deseo de conocer más en profundidad los itinerarios que allí se desplegaban. Esa tarea inicial, casi manual, no solo cambió el rumbo de mi biografía; también me introdujo en el trabajo editorial que, en realidad, no abandoné nunca. Así, cada quien podrá contar una historia parecida según el mismo esquema: partir de lo aparentemente pequeño hasta sentirse parte de y empoderado de un proyecto mayor, de grandes alcances en el tiempo y en el espacio.
Asimismo, he presenciado y disfrutado una y otra vez sus conferencias a misioneros y colaboradores laicos en los territorios de misión más alejados y, de veras, atravesados por situaciones sumamente complejas y no pocas veces desalentadoras, casi como las que atraviesa la Iglesia hoy a una escala mucho mayor. Desde el Quiché de Guatemala, pasado por San Gabriel de Cachoeira, Manaus y San Luis de Marañao, en Brasil; por el Chaco Paraguayo y las estepas patagónicas de Junín de los Andes y Trelew,,, generó no obstante lo radical de su discurso crítico hacia la presencia misionera, mucho esperanza y entusiasmo entre los actores concretos del territorio haciéndolos sentir como actores privilegiados de la historia situados e involucrados, justamente, en la encrucijada decisiva. El auditorio sentía, en efecto, que el futuro estaba en sus manos. En ese drama épico de grandes proporciones cada quien debe asumir su tarea y lo peor que puede pasar es desanimarse o abandonar el reto.
Creo que para los creyentes de hoy el mensaje de Juan suena fuerte y claro. Si la Iglesia atraviesa por momentos difíciles la tarea debe resultar todavía más apasionante y vital que nunca; hoy, sobre todo hoy, tiene sentido creer para sanar, reconstruir e imaginar nuevos caminos. Su sentido crítico nunca sobrepasó su esperanza en la Iglesia (en las iglesias) y la obra salesiana. Buscó siempre ofrecer un horizonte de posibilidad cargado de optimismo en medio de las dificultades del presente.
El humor que lo acompañó siempre fue una nota muy particular de su personalidad y del ambiente de trabajo que generaba. Ayer la antropóloga Susana Cipolletti (de la Universidad de Bonn, ya retirada) escribió a la Editorial el siguiente mensaje que destaca uno de los rasgos de su sentido del humor. Dice ella: “84 años son muchos, es cierto, cuando se tuvo una vida tan activa y creadora como la del P. Juan. Y sin embargo, he quedado, además de dolorida, sorprendida. Porque me parecía que era inmortal, que siempre iba a estar allí. Un magro consuelo es que le pude dedicar el libro Sociedades indígenas… reseñando en la dedicatoria sus méritos. El, luego de leer la lista de sus méritos, me comentó con esa típica conjunción de humor y modestia que lo caracterizaba: -Gracias, ¿pero no se te fue la mano?”.
Juan desplegaba su humor especialmente en escenarios solemnes, habitados por personas solemnes… recuerdo que en el Congreso de Americanistas de Viena (2012) en la sesión de clausura un miembro del comité propuso a la Asamblea de casi 500 personas ponerse de pie para recordar a los fallecidos e invitó a que cada asistente los fuera nombrando. Lo que parecía que iba a ser un breve momento se extendió a medida que empezaron a desfilar los nombres. Ambos quedamos sorprendidos por la cantidad de fallecidos conocidos ya sea porque fueron autores de la editorial, o porque compartieron debates o simplemente por ser reconocidos en su disciplina… en un momento, en ese silencio denso que media entre un nombre y otro, Juan me dice en voz baja con un aire de absoluta gravedad: “Pepe… cada vez disparan más cerca”.
Tenía una confianza ilimitada en la ciencia como punto de partida para comprender y solucionar problemas. En los años ’80 los antropólogos y misioneros eran fuerzas mutuamente hostiles, pero él lograba convocarlos y ser convocado por ellos; lograba sentarse en la misma mesa para conversar juntos en torno al sentido de la presencia de ambos entre los pueblos indígenas. Fomentó el diálogo entre unos y otros en el marco del más absoluto respeto.
Él pensaba que una Iglesia sin ciencia es una Iglesia que se empobrece. Yo recupero para los universitarios de hoy su capacidad de estudio, lectura y escritura; pues le incomodaba mucho los ambientes dispersos, la falta de disciplina para el estudio así como las respuestas cargadas de superficialidad que no contribuyen a una comprensión profunda y pausada de la realidad.
Juan tuvo un talento exquisito para tejer relaciones y redes a través de la conversación. Mucho de lo que ha construido ha sido, sin duda alguna, a partir de la aparente y engañosa levedad de la conversación. De hecho, sus obras más relevantes emergieron de la vitalidad que alimentaba su conversación. Conservó y cultivó muchísimas amistades a lo largo de su vida. Acogía a todos sin convertir sus opciones de vida, radicales y coherentes (aunque no asumió nunca poses radicales) en obstáculo para dialogar y recibir a todos los que se acercaban a él, sin importar la ideología, el estilo u opciones de vida diferentes a las suyas. Para él, también la diversidad de las personas era un valor. Juan tenía un corazón inmenso en el que todos cabían. Quería a todos, admiraba a todos, se maravillaba por todos, aprendía de todos. Y escuchaba sin juzgar. Cada uno, en mi familia lo recuerda precisamente por esa palabra especial dicha en momentos especiales pero a la medida de cada uno.
Finalmente, cierro con un recuerdo: Juan apreciaba mucho el libro Donde el corazón te lleve, de la autora Susana Tamaro. De hecho, solía obsequiarlo a quienes se acercaban a él en busca de consuelo y consejo. Yo creo que ese título expresa el secreto de su vida: vivió su vida al ritmo de lo que su corazón le dictaba; hizo, deshizo y fue siempre a donde su corazón lo llevó; sin ilusiones pero con una profunda esperanza. Fue, esencialmente, un hombre libre. Y es el regalo final que su vida nos ofrece a todos.
Que descanse en paz.
José Enrique Juncosa
Parroquia María Auxiliadora – El Girón
Quito, 27 de diciembre del 2019.