Réquiem por el Reino, una historia novelada
El viernes 9 de mayo se presentó, en librería Abya-Yala, el libro Réquiem para el Reino, de Luis Miguel Campos. Una excepción dentro de nuestro catálogo, centrado en los libros académicos. Excepción justificada por cuanto se trata de una profunda investigación histórica narrada en forma de novela.
La obra aborda la existencia del Reino de Quito y la vida en el exilio de su principal promotor, el padre Juan de Velasco. La obra es una investigación histórica escrita en forma de novela. Y en ella rescata la figura de Juan de Velasco y el aporte de la obra de los jesuitas en la historia ecuatoriana.
En esta página reproducimos las palabras del autor, Luis Miguel Campos, como un abreboca para quienes se aventuren a leer esta novela:
En un corpulento guabo
un viejo cárabo está
con el llanto de los muertos
llorando en la soledad…
Con este lastimero canto fúnebre comienzan las exequias por las raíces más profundas de nuestra nacionalidad.
Por un lado es una elegía a la muerte de Atahualpa, el último Inca, y a aquel trágico día en el que miles de indígenas miraron al cielo, aterrados, y al unísono exclamaron:
“chaupi punchapi tutayaca”, que quiere decir: “Anocheció en la mitad del día”, con lo cual se sellaba definitivamente el final del Tahuantinsuyo.
Por otro lado, este canto fúnebre evoca un antiguo reino, muy anterior al imperio Inca, conocido desde tiempos primigenios como Reino de Quito, que al igual que el Tahuantinsuyo estaba condenado a desaparecer.
Una tercera interpretación que emana de la sensación que produce el llanto solitario del cárabo, es sobrecogedora, porque se vuelve premonitoria. El canto del cárabo devela el proceso agónico de la cultura ecuatoriana.
Nuestra historia es un rosario de mil cuentas, cada una más desafortunada que la otra, prisioneras de un destino maldito en el que los personajes y las situaciones más valiosas y heroicas están condenadas al fracaso, a sabiendas de que el peor de los fracasos es el olvido.
Triste constatar que la verdad no existe. No existe en la Historia y por lo tanto no existe en la vida. Ya lo dijo algún teólogo: la vida no puede construirse con certezas.
Una mentira que se repite cien veces, se vuelve verdad, y esa es una sentencia inescrutable.
La gran mayoría de personajes de la Historia ecuatoriana parecería que son víctimas de un castigo, algo así como un pecado original disfrazado de destino, con lo que se comprueba que el libre albedrío es un mito.
La lista de personajes desaventurados es larguísima. Desde Atahualpa derrotado, pasando por Rumiñahui desdeñado, Cantuña mentiroso, Miguel de Santiago encerrado, su hija Isabel, la anónima, o el sabio Eugenio Espejo, condenado, o José Mejía, prófugo de sí mismo. Ni qué hablar de los mártires del 2 de Agosto, reclamando a oídos sordos que su sangre trajo libertad. Imposible olvidar a la más grande artista de la Colonia, la monja Estefanía Dávalos, que para no morir del aburrimiento se pasaba pintando florcitas y enredaderas en las contrahuellas de cuanta escalera hubiera en el convento. Dos Manuelas vejadas de prostitutas, varios poetas suicidas y hasta un hombre muerto a puntapiés.
La Historia del Ecuador es una larga colección de hechos desafortunados. Grandes artistas, iluminados, muchos de ellos geniales, pero con mala suerte.
La Historia es un tejido sin concluir. Lo que hoy es verdad, mañana puede transformarse en la peor mentira.
La lista de grandes ecuatorianos decepcionados es altísima. Decepcionados porque lo que debía ser de una manera, terminó siendo de otra. El camino al éxito personal y social, el reconocimiento por grandes obras, el estímulo necesario para seguir creando y aportando, se ven truncados por una niebla densa de mala suerte. Se dice mala suerte, aunque en realidad escudriña tras la puerta la envidia, la inquina, la simple mala fe, o una inocente actitud caníbal y hasta parricida.
La Historia del Ecuador está llena de mártires. Y el caso más conmovedor es sin lugar a dudas el del padre Juan de Velasco, jesuita riobambeño, nacido en 1727. Su vida estuvo llena de peripecias, pero también de calvarios. Y fue tan cruel su destino que incluso años después de muerte se le difamó y vilipendió como si hubiera cometido algún crimen. Su único delito había sido escribir la primera y más grandiosa Historia del Ecuador, llamada “Historia del Reino de Quito en la América meridional”.
No solo que esta obra permaneció inédita durante cincuenta años, a partir de la muerte de su autor, sino que una vez que fue publicada, después de laberínticos trámites, sufrió todo tipo de vejámenes por considerársela una farsa.
Detrás de ello había un motivo político: la reivindicación de España como portadora de civilización y fe, y la erradicación de una leyenda negra tejida maliciosamente en torno al falso maltrato sufrido por la población indígena durante varios siglos.
Los entretejidos de este macabro plan comenzaron así:
Entre 1862 y 1865 se llevó a cabo la Expedición Científica del Pacífico, que era la primera que se realizaba desde las luchas independentistas y que seguía la tradición española de levantar información sobre los “territorios de ultramar” —nunca más colonias. Uno de los miembros de esta expedición era el científico Marcos Jiménez de la Espada. En todos los sitios que estuvo, incluido Quito, recogió información sobre geografía, historia y sobre todo fauna, con énfasis en insectos, ya que su especialización era la zoología. A su retorno a Madrid se dedicó completamente a la Historia. Tenía abundante material, sobre todo de Bartolomé de las Casas, Pedro Cieza de León y del jesuita Bernabé Cobo, que unió a sus propias observaciones. Con todo ese acervo redactó las “Relaciones geográficas de Indias”, en cuatro tomos, que no era otra cosa que una recopilación de crónicas poco conocidas, y que fue muy bien recibida por la Academia de Historia e incluso premiada. Jiménez de la Espada, a pesar de conocer la obra del padre Juan de Velasco, por haber adquirido los tres tomos impresos, no la incluyó por considerarla perniciosa. Alegó que se trataba de una fábula sin fuentes, escrita basándose en la memoria y con mucha imaginación. Desmintió radicalmente la existencia del Reino de Quito y se mofó de caras, quitus y shyris que aseguró eran una invención de Velasco. Por último, sentenció que la conexión entre estos personajes míticos y los incas le parecía aberrante.
En Quito, mientras tanto, en el ambiente intelectual de comienzos del siglo XX brillaba un cura con un pasado bastante agitado. Se le conocía por su cultura y porque sabía mejor que nadie la Historia del Ecuador. Era además un sacerdote considerado sabio al que siempre había que pedir consejo, y para rematar había desempeñado una ajetreada agenda política siendo senador y diputado. Se llamaba Federico González Suárez, era arzobispo de Quito y había escrito una obra voluminosa titulada “Historia General de la República del Ecuador”, en la que se notaba que entre sus muchas consultas en archivos y libros, estaba la obra del padre Juan de Velasco. En referencia a él, en capítulo aparte simuló elogiarlo pero acabó repitiendo lo mismo que había dicho Jiménez de la Espada. A la desacreditación de la obra de Velasco se sumó Jacinto Jijón y Caamaño, un aristócrata quiteño dedicado a la arqueología e historia, que además era discípulo de monseñor González Suárez, y que publicó un folleto titulado “Examen crítico a la veracidad de la Historia del Reino de Quito, del padre Juan de Velasco” en el que no hizo otra cosa que repetir los argumentos de Jiménez de la Espada, aumentados y corregidos por González Suárez. Se acusaba a Velasco principalmente de haber escrito la obra de memoria, en el extranjero, sin ningún documento que respaldara su narración, y de haberse inventado el Reino de Quito y la existencia de caras, quitus y shyris, ya que no existía ningún indicio que lo respaldara. De esta manera el padre Juan de Velasco pasó a ser considerado un embaucador y el Reino de Quito un mito. Era una época en la que todavía quedaban resquicios de las grandes hazañas, expediciones y búsquedas de tesoros. La arqueología se había vuelto ciencia y era el quehacer favorito de los aristócratas quiteños que soñaban con la mítica Troya y las pirámides egipcias, que ha propósito no habían sido encontradas por arqueólogos sino por personas dedicadas a otros quehaceres. A pesar de la inextinguible admiración de varios conocedores de la obra de Velasco, y de las esporádicas reediciones de su obra, la leyenda negra sobre la real existencia del Reino de Quito se cernió como una peste y se lo condenó al olvido.
Durante la década de 1970, en la ciudad de México, pasó un suceso interesante cuando unos trabajadores de la empresa eléctrica hicieron una excavación debajo del zócalo y encontraron la antigua metrópolis de Tenochtitlán que dejaba en claro que la actual ciudad de México había sido construida sobre otra ciudad que un día albergó a más de un millón de habitantes. Durante la siguiente década ocurrió el hallazgo de un antiguo cementerio mientras se abría una carretera, en el sitio denominado La Florida, al noroccidente de Quito, donde se encontraron varias fosas funerarias con más de sesenta momias enterradas en hoyos profundos de hasta tres pisos. Dieciséis de estas momias estaban en la cámara central y se podía deducir que habían sido personajes importantes porque estaban cubiertas con grandes ponchos que les tapaban el cuerpo entero, confeccionados con abalorios de spondylus de color morado, crema y naranja, y bolitas de oro. Eran sin duda los parientes de los primeros quitus, caras y shyris que habían viajado desde Bahía de Caráquez, trayendo spondylus, para establecerse en Quito y formar el Reino entre los años doscientos y quinientos después de Cristo, tal cual Velasco lo había escrito. Casi cinco siglos después de la muerte de Atabalipa, el último Inca, se comenzó a construir un tren subterráneo debajo de la ciudad de Quito. Una de sus estaciones quedaba precisamente debajo de la plaza de San Francisco, donde el Inca Huayna Cápac había construido su palacio. A pesar de las cercas y de la discreción con la que trató de hacer el trabajo, se evidenció el hallazgo de utilería doméstica republicana y colonial, aunque también pasadizos, gradas y culuncos anteriores a la conquista, que fueron destruidos por la prepotencia de la modernidad.
La obra del padre Juan de Velasco siguió siendo menospreciada en los círculos académicos y se negó rotundamente la existencia del Reino de Quito, a pesar de que en la extensa toponimia del país la mayoría de pueblos y recintos tenían nombres indígenas citados por Velasco, lo que dejaba entrever la existencia de un reino bastante grande. Igual cosa sucedió con los innumerables trabajos científicos sobre la naturaleza del Ecuador, cuya fuente fundamental de consulta consistió en la desprestigiada Historia Natural, que quizá era imperfecta pero que representaba un excelente punto de partida.
Así fue como la Historia se volvió mito y el Reino de Quito pasó a ser leyenda. Había que aceptar resignadamente que, al igual que Pompeya, Troya, Machu Picchu, Tenochtitlán y tantos otros, al Reino de Quito habría de llegarle su momento.
Quiero expresar mi más profundo agradecimiento a la Editorial Abya Yala por ser una impulsadora de sueños. Si no me equivoco, esta es la primera novela que se publica en una editorial dedicada sobre todo al ensayo, la antropología, etnohistoria y la investigación científica. A pesar de estar escrita en forma de novela, “Réquiem por el Reino” es fruto de una larga investigación histórica, por lo que felicito la apertura de esta editorial, y en particular de José Juncosa para publicar esta novela. Abya Yala ratifica ser una impulsadora de sueños en un país en el que cada vez es más difícil soñar.
Gracias eternas a Milagros Aguirre, mi querida Milagros, que creyó en este proyecto y que trabajó con entusiasmo para que se hiciera realidad.
Imposible dejar de agradecer a Ricardo Ortiz, gran fotógrafo, que generosamente me cedió la impresionante foto para la portada.
Me faltan palabras para agradecer de todo corazón a Adulcir Saad, mi amiga de toda la vida, por haber aceptado ser la madrina de este nuevo hijo. Se lo pedí a ella no solo por el cariño que le tengo, sino porque a Adulcir, el tema de “Réquiem por el Reino”, le incumbe directamente. Ella siempre ha sido la mejor guerrera para defender el patrimonio ancestral ecuatoriano. Investigadora, promotora cultural e incansable lectora, comparte conmigo los mismos intereses: la lucha por la reivindicación de la identidad nacional.
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