Miguel Ángel Cabodevilla
Misionero capuchino
Fue un misionero amazónico. Sin olvidar nunca su niñez y juventud italianas, toda su larga vida posterior estuvo marcada, como a fuego, por sus años iniciales en la selva de los shuar. Lo que hizo después de esos años, y fue mucho, estuvo siempre inducido por esa etapa primera. Por eso, en el Sínodo de la Amazonía del pasado octubre, en Roma, escribió a los padres sinodales, como el resultado de una lenta destilación, sus penúltimas palabras, llenas de conocimiento. Se refería a que la tarea misionera había que hacerla con infinita discreción, con una convivencia prolongada, el estudio del idioma, la investigación de la mitología. Lo cual exige una actitud de aprendizaje y de diálogo, totalmente opuesta a la de quien llega con aire de superioridad, simplemente para enseñar o, peor, para imponer.
Muchos estarán de acuerdo con eso. Como discurso, a estas alturas puede ser incluso un lugar común. Lo que más podía sorprender de Juan no eran sus ideas deslumbrantes, sino su forma de ser, la manera tan discreta y limpia de ser coherente con lo que decía. De creer en ello y vivirlo sin trampa ni cartón. En mi larga experiencia en Ecuador, encontrar una persona semejante entre los supuestos defensores de la selva resultó más difícil que topar con un unicornio. En una buena mayoría de indigenistas o incluso indígenas, defensores de los pueblos nativos o enamorados de su imaginada selva virgen, nacionales y advenedizos, la distancia que uno creía observar entre sus ardorosas defensas amazónicas y las derivaciones para su vida práctica resultaba ilimitada. En cambio, la coherencia entre su vida e ideas que Juan practicaba como la cosa más corriente del mundo, era algo casi quimérico que uno no descubría alrededor ni con la lámpara de Diógenes a pleno rendimiento. En la selva de intereses amazónicos de todo tipo, con frecuencia bien oscura, la afable honestidad de Juan brillaba como un cocuyo inagotable en las noches del Napo.
Ese misionero tenía la tenacidad amable de los que aman, cuando el amor ya no es una pasión turbulenta, sino una decisión bien resuelta. Amaba la vida indígena selvática. De manera que estaba ya a salvo del progresivo cinismo que da el tiempo y la experiencia repetida de empresas imposibles. Me recordaba en algo a mi obispo Alejandro Labaka, se lo dije muchas veces. Cuando éste reconocía, y así lo dejó escrito, estar fascinado por el pueblo wao que acababa de descubrir, había en él, como en Juan o Yankuam (por hablar de finados), algo de un enamoramiento definitivo que resultaba muy poco corriente. La inicial emoción hacia los mundos selváticos que conocí en muchos aficionados, acostumbraba a ser transitoria, o con alguna rapidez derivaba en impostada, tan falsa como una tzantza para turistas. Pero estas raras gentes que he citado, tocadas por el exceso del cariño hacia el Oriente y sus habitantes, eran capaces de percibir en los indígenas cualidades rarísimas que a todos los demás nos estaban vedadas. Por supuesto que uno, a veces, estaba tentado en advertirles que tal vez veían demasiado, que no parecía la belleza para tanto, pero ¡quién le quita a una madre la certeza de que su hijo es inconmensurable!
De manera que cada uno de ellos emprendió, llevados de ese afecto algo desmedido, alguna empresa en apoyo a los indios que a muchos parecería desaforada, quijotesca.
Vivir permanentemente a expensas de los achuar, por ejemplo, como Yankuam; un proyecto a todas luces tocado por el arrebato. O tratar de salvar a un grupo oculto en una selva de intereses canallescos, como intentó Alejandro y le costó la vida. O, en el caso que nos ocupa de Juan, desafiar todas las leyes editoriales al levantar y sostener Abya-Yala.
Un empeño quijotesco en Ecuador. Y, además, sumarle un Museo, una Universidad, y varios otros excesos de generosidad, en opinión de tantos que hablan sin arriesgar nunca
nada, que hacen carrera de la locuacidad, que nadan y saben guardar la ropa.
Porque él percibió, desde su inicial y retirada vida en Morona, que, en un país tan centralizado y caciquil como Ecuador, la vida de aquellas gentes selváticas no se decidía solo y principalmente en sus tierras profundas, sino en la capital de todos los intereses. En Quito se tejían los hilos de la política y la economía que marcarían la inmediata suerte indígena. Allí se firmaban los grandes contratos petroleros, mineros, se decidía en salas acolchadas la suerte de los ignorados connacionales de selva adentro, que solo eran tenidos en cuenta a ratos y como objeto turístico, pintoresco.
Un residuo de tiempos muy antiguos. Claramente extravagante. La causa indígena, pensó Juan, necesitaba megáfonos. Defensores dentro de la corte indiferente. Urgía encontrar razones, enarbolar derechos, para sostener esa desigual pelea. Y, claro está, personas que se sumaran a esa causa. Así que, tal como citamos sus postreras palabras en el Sínodo romano, de nuevo intentó, con infinita discreción, con una convivencia prolongada, propagar ahora en Quito, también en el país entero, incluso en la ancha América, la necesidad de respetar y amparar esas culturas originales. De ahí sus arriesgadas empresas culturales.
De la tenacidad indomable con la que trabajó da cuenta el catálogo editorial que Abya-Yala ha conseguido hasta hoy. Una cumbre inaudita en cualquier país latinoamericano. Mucho más en Ecuador donde apenas se encuentra parangón de empresa semejante. Y, si se mira con algo de atención, no se sabe qué admirar más en esa sostenida proeza. Si el número, variedad y calidad de títulos publicados, o los medios financieros tan escasos con lo que se consiguió tanto. Desconozco el detalle de cómo lo conquistó. Sin embargo, en cuantas ocasiones conversé con él, con frecuencia percibí en su actuar otro de los rasgos que, a mi entender, mejor lo caracterizaban.
Más de una vez le dije, mientras él reía, que su oficina quiteña guardaba una clara analogía con un delicioso relato bíblico: el arca de Noé. Sin duda, no le resultó al patriarca bíblico más difícil meter en su enorme barca a animales tan a disgusto de su mutua compañía como podían ser carnívoros y vegetarianos (parece que incluso había veganos ya en esas edades), que los equilibrios en los que Juan se metió para hacer convivir en su editorial a autores/as tan susceptibles con sus congéneres. A la vista estaba que había por allí bípedos muy complicados para relacionarse entre sí. Pero Juan, con infinita discreción, con una convivencia prolongada, conseguía lo nunca imaginado, el círculo cuadrado. La inesperada convivencia, o al menos sensata cercanía, de antropófagos anticlericales, ecologistas radicales, o penúltimos misioneros… Fuera de su oficina podían volver a devorarse, pero allí dentro algo hacía que el león pudiera conversar con el cordero. De esa forma salvó del diluvio, de la desaparición, muchas obras, pensamientos y recursos para favorecer la vida de los que él tanto quería.
De las operaciones matemáticas que suelen regir en la vida humana, él parece que nunca aprendió a restar o dividir o,al menos al final, se le habían olvidado. Él era fuerte en las sumas. Incluso en las multiplicaciones de afecto y recursos. Con él escribí un librito titulado Tiempo de guerra, pero con él no era la guerra, era la paz.
Aunque debemos ver a Ecuador como una obra colectiva, Juan ha sido durante años uno de sus grandes personajes. O, lo que quizá es un título mucho mayor, un creador de personajes. Él hizo mucho por la supervivencia y desarrollo de los indígenas patrios, a los que proveyó de instrumentos para la dignidad y el bienestar. Propagó a su vera la pasión por el conocimiento, hizo posible el estudio de muchos y las publicaciones de otro tantos. Juan tenía la increíble cualidad de un hacedor de confianza en las personas con las que convivía. Un auténtico personaje no es el que destaca de los demás, señero y único, como el árbol pomposo que nada deja crecer junto a él. Por el contrario, es el capaz de hacer aumentar en su entorno las capacidades de quienes le rodean. Este misionero era un magnífico educador, en el mejor sentido latino de esa palabra. Educere: sacar, extraer; o, también, guiar, conducir. Pocos como él habrán ayudado a desarrollarse por sí mismos a quienes tuvieron la suerte de convivir a su lado.
Falta decir, aunque parece evidente, que Ecuador ha solido premiar con honores, cargos y elecciones a los vocingleros. Y con frecuencia sigue dando gran crédito a quienes vociferan incansablemente a falta de ideas o mejores propuestas. Que esto es asimismo regla común entre los supuestos líderes indígenas está fuera de duda. Suelen dar muestras de ello con asidua periodicidad. La palabrería vende, siempre más que la reflexión. Nadie tuvo más éxitos políticos que quien dijo: Dadme un balcón y seré Presidente.
Y el caso es que aquí teníamos a un hombre sin balcón, sin ninguna gana de gritar lugares comunes. Juan, metido en su amable discreción, conviviendo con muchos en su particular arca de salvamento.
Pamplona, 6 de enero de 2020