¿PORQUÉ ES IMPORTANTE EL LIBRO «EL TRABAJO ANTROPOLÓGICO»?

Por José Juncosa

 

Este libro conjuga experiencias etnográficas extremadamente heterogéneas entre sí, y escrituras tan diversas que sus autores parecen haber sido convocados desde galaxias distantes. Conocemos muy bien a dos de ellos: a Patricio y Hernán. El primero, enriquece y amplía la reflexión que lo ha caracterizado, aquella que entreteje las opciones de vida con las opciones epistémicas y metodológicas tal como se expresa en su libro Corazonar. Hernán es narrador y poeta (en rigor, ambos lo son a su manera), y esa marca aflora en sus relatos, perfiles e historias de vida, algunas en primera persona; otras, narradas en tercera persona por el etnógrafo.

Emilia también es muy conocida por sus colegas pero, seguramente no por todos los estudiantes aquí presentes. Ella vino al Ecuador a finales de la década de los ’80 a realizar su investigación doctoral en Cayambe (allí la conocimos y desde entonces nuestra amistad perdura); luego fue docente y Directora de nuestra Carrera en dos periodos (1992-1995 y 1999-2001). Hoy es profesora de Antropología en la Universidad de San Andrés, (Edimburgo, Escocia).

Su artículo explora las transformaciones e implicaciones del proyecto de agua potable por parte de la Casa Campesina de Cayambe. Debo decir que las páginas etnográficas más bellas que he leído de Emilia corresponden al Capítulo V de su tesis doctoral, Reciprocidad, don y deuda. Relaciones y formas de intercambio en los andes ecuatorianos. La comunidad de Pesillo (Quito, FLACSO Ecuador y Abya Yala, 2004). Ninguno de nosotros deberíamos privarnos de leerlas y disfrutarlas. Allí, realiza la etnografía del día de difuntos en el cementerio de Pesillo, haciendo visible las relaciones de intercambios alimenticios entre grupos familiares según las relaciones de reciprocidad.

Pero en medio de la heterogeneidad de escrituras y perfiles, el libro ratifica la opción constante de la Carrera por profundizar las implicaciones epistémicas y metodológicas del trabajo etnográfico de campo, el signo distintivo de la antropología, opción que se ha hecho presente de diversa manera, por ejemplo, en la enseñanza, al identificar las consecuencias metodológicas de los diversos enfoques teóricos; o al articular los conceptos con la observación situada a la hora de realizar los trabajos y prácticas. En los trabajos de graduación se ha intentado que los estudiantes pulan sus marcos teóricos/metodológicos como un continuum superando la tentación de considerarlos instancias separadas una de otra. La opción metodológica se ha expresado en proyectos de investigación, como por ejemplo, aquel iniciado en el 2008 y cuyos resultados se recogen en la obra colectiva Etnografía y actorías sociales en América Latina (Abya Yala/UPS, Quito, 2010).

Me voy a permitir, aunque con la brevedad que el momento exige, referirme a dos aspectos de la dimensión metodológica de la Antropología, retomando algunos de los desafíos que el texto propone. En primer lugar, es necesario rescatar la dimensión metodológica del encierro marcado por la posición que media entre el enfoque teórico y las técnicas o herramientas de trabajo de campo. Más bien, retomando el pensamiento feminista, la metodología resulta, más bien, una instancia anterior a la teoría y se ubica en el lugar privilegiado que media entre las opciones existenciales y los enfoques teóricos.

Así, la metodología no solo apunta a despejar el interrogante sobre cuáles pudieran ser las técnicas y herramientas de investigación que mejor expresan la teoría, sino de qué manera la producción de conocimiento en general expresa las opciones primeras en favor de la existencia diferenciada de los pueblos y nacionalidades y de otro tipo de diferencias radicales que reclaman para sí existir de otro modo. La metodología así entendida no es otra cosa, nada más ni nada menos que la capacidad de articular el conocimiento con las opciones éticas y políticas. No es lo mismo desplegar el trabajo de campo etnográfico al servicio de un objetivo de conocimiento que hacerlo poniendo el conocimiento al servicio de fortalecer la existencia de la comunidad, en tanto ésta nos acoja y nos lo pida. Este último enfoque coloca la etnografía más allá del trabajo de representación del otro y al servicio de las existencias colectivas.

No obstante, la postura ética y política no siempre nos salva de las trampas de lo que algunos antropólogos denominan ficción de conocimiento: ser comprometidos y empáticos con las comunidades y los colectivos no nos exime para nada del intenso trabajo que implica comprender a profundidad lo que sucede, porque en efecto, la capacidad transformadora del trabajo de campo va de la mano de su profundidad y finura intelectual.

El segundo aspecto de la metodología tiene que ver con la relacionalidad. El trabajo de campo hace patente que no conocemos solos sino en relación con otros sujetos, sujetos que hablan y nos reciben con sus propias representaciones y expectativas sobre la investigación. La relacionalidad ratifica que el conocimiento, como todas las realidades humanas, es fruto de las relaciones que somos capaces de establecer y puede sucumbir también por las limitaciones que desplegamos. Esta relación no es de dominio, no nos relacionamos con el otro para sacarle y extraerle conocimiento. La etnografía es un campo de relación entre posturas existenciales y formas de conocer diversas pero que hacen posible el mutuo enriquecimiento, el conocerse y humanizarse juntos.

Al mismo tiempo, el trabajo de campo etnográfico, que exige una presencia prolongada en la comunidad y en el territorio del otro, configura una relación de conocimiento capaz de transformarmos a nosotros mismos. No salimos del campo tal como entramos; el campo nos transforma y nos interpela. La antropología crítica reflexiva reconoce que el campo es subversivo, en el sentido que ejerce violencia no solo sobre las teorías y los métodos de los que somos portadores sino también sobre nuestras opciones de vida, sobre nuestros proyectos de vida.

En este sentido, me impresionó mucho el testimonio del antropólogo británico Steven Rubenstein, en su libro Alejandro Tsakimp: A Shuar Healer in the Margins of History (Univ. de Nebraska, 2002). Allí reconoce que la relacionalidad produce impactos éticos y políticos al afirmar que “terminé aprendiendo que en la empresa etnográfica está en juego mucho más que la exactitud; el cómo hablamos de la violencia en sí misma puede ser una forma de violencia, y el cómo hablamos del poder en sí mismo puede ser una forma de poder”.

El trabajo etnográfico de campo demanda responder a la pregunta de por qué estamos arrojados en una relación que nos ha colocado juntos. El estar juntos en el intento implica – dice Rubenstein – reconocer que “lo más importante en nuestra relación es la manera cómo ambos estamos luchando dentro y en contra del colonialismo”. Esta idea fuerza nos advierte que ingresamos al campo no solo para aprender del otro cómo enfrenta sus luchas anticoloniales sino para ser capaces de contar también nuestras propias historias de cómo vivimos, morimos o fracasamos en el mismo intento. El poder contarnos mutuamente esos intentos, creo yo, es uno de los desafíos pendientes del trabajo de campo etnográfico y refleja hasta qué punto las culturas al mismo tiempo que diferencias radicales se entrelazan en el camino común de la humanización y la emancipación.

El patrón epistémico tecnológico que hoy rige el campo de la educación superior, en cambio, no goza de este privilegio, nuestro privilegio, pues hace del campo una instancia inerte y muda, de aplicación inconsulta de categorías, variables y reactivos que devuelve datos (sin pretender, por supuesto simplificar la realidad de la ciencia). Para los antropólogos, la empiria, la experimentación, recupera el verdadero sentido del término latino experire, exponerse ante el peligro… El peligro de que los sujetos sociales con los que nos relacionamos en el campo nos interpelen, nos cambien y transformen.

Gracias Patricio, Hernán y Emilia. Es un placer y orgullo contar con su presencia. Me honra su amistad. Felicitaciones por este nuevo libro que enriquece la enorme y buena producción académica ya característica de la Carrera de Antropología y de nuestra universidad. Gracias por este libro que alimenta la distintiva y saludable inestabilidad epistémica de la antropología y nos recuerda que el destino del antropólogo se resuelve en la escritura.

 

Quito, viernes 3 de febrero del 2016.

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